Quisiera compartir con ustedes algunos de mis versos. Les prometo que pronto aparecerán poemas de jóvenes con inquietudes de intercambiar su quehacer con los demás.
I
Solo observo tus fantasmas. Los he visto sobre altos pastos y grietas que cubren sombras de mi cuerpo. Se convierten en misterio luego del diluvio en pueblos árabes, noches de estrellas náufragas y efigies desnudas de raíz, seres suculentos por oro y joyas tenebrosas, pájaros de aguas dulces y agobiantes, musgos salivantes y magullados de espera. Los fantasmas son paisajes cerrados, terrenales, abismales; tristes areitos para almirantes y viudas. En el castillo nacen puertas sobre ojos de triángulos trocados por la sal; al borde, la última piedra dejada a difuntos en la oscuridad de lo prohibido, lo tácito o lo oscuramente bello y la lógica de las hontanas perdidas. Allí surge la inmortal aquiescencia, hojas derretidas, turbias del viento, pasos de pájaros lustrosos, concursos de cuerpos y nombres. Gritos fueron sueños de amantes, los sudores su agonía en el espanto de un lecho oculto o el secreto de cartas leídas durante siglos; fueron respuestas inexistentes, rosas abiertas por una línea fina, serpenteando gritos y silencios, empozadas las joyas en espejismos enajenados por almas que revivieron cartas de este olvido, la simple dialéctica del hombre “Oscuro”.
II
La infancia pereció en manos de dioses. No existieron sentencias ni culpas inmortales, ni sueños de hombres trenzados por pulpas y caraicas de selvas; aladas las sustancias y los bornes de las puertas, retazos pulcros del mendigo, su muerte y entierro, lágrimas de cinceles y herrumbres, el golpe seco, áureo de espinas; órdenes de generales en mapas del tiempo, secuelas, bombas, el intestino, la sangre sobre hojas y signos del laberinto, túnel deshabitado por hechiceros, pitonisas del peligro y silencios. Los fantasmas surgieron ante el odio de dioses y por la inmortal aquiescencia de los hombres.
III
No siempre se desea morir en el vientre de la bestia. No siempre fuego, saliva y palabras recuperan el escudo del misionero como tiniebla de párpados. La música en tu oído, la nota fugaz de tristes penetraciones y gemidos, caracol sobre estrellas perdidas despedazadas por moho y azufre, resurrecciones de aguas, homicidio apoyado por la ubicuidad de espejos, su culpa bajo aquellos silencios que hallaron lo inevitable. Tu ser, sustancia líquida de asustadas églogas, residuo ancestral de fantasmas, mis enigmas revestidos de aves taciturnas y plomizas bajo cielo de dos puntas dibujados al oriente de la tierra árida, grieta cercada por marasmos y héroes inadvertidos por la historia, gloria anhelada por siglos; esperanzas, la muerte viaja tan cerca como la vida en pantanos, el musgo desahuciado por raspaduras de peces. Los peces son cuentos de niños que juegan en la arena, dibujan castillos, previenen diluvios de sus generaciones anteriores, no se detienen en proclamar lo deshabitado, lo torpe, disturbios de dioses que ya no existen en sus cabezas, la peonza rueda sobre libros, deshaciéndolos con la cuerda áspera que perturba el sueño, él fue declive de aguas en voces de poetas, pipirigallos y sombrillas despertaron en versos, lo hallado fue indiferente, tormentas lo robaron todo: amor, sexo, ruidos; el polvo sobre ojos de párvulos y el amor, y el sexo y los ruidos, robaron joyas de nubes lloviendo nostalgias y el amor y el sexo y los ruidos, en ojos de insectos y linternas fue el salivazo en la acera.
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